National Geographic Traveler Latinoamérica – Un planeta llamado Islandia

IMPRESO

Un viaje hasta una de las islas más remotas para encontrarse con otro mundo, donde la naturaleza, imponente e intensa, despliega sus virtudes a través de colores y texturas atípicas. Un lugar muy particular que despierta los sentidos y hace tiritar, y no precisamente por el frío. Islandia es otro planeta.

 

Frío. Islandia es frío. Extrañamente, mientras más frío, más impresionante. La curiosidad atrajo mi atención –sobre todo la posibilidad de ver auroras boreales y caminar en una cueva de hielo– y me llevó hasta la remota isla para comprobar qué tan extraordinaria es. En el imaginario colectivo, el cliché se compone de escenas naturales con matices y formas atípicas; una isla que despierta los sentidos. Había que sentirla en vivo y a todo color.

Islandia es un lugar muy particular. Todo parece de otro planeta. La primera parada, obligada, fue en Reikiavik: una ciudad que más bien parece un pueblote, las casas de colores parecen de juguete, en las calles hay más turistas que locales y las aceras se esconden bajo la nieve. Llegué precisamente cuando el sol comenzaba a esconderse en el horizonte, y el primer espectáculo no defraudó: el monte Esja, frente a la línea costera que lleva al Harpa (centro de conciertos y conferencias), estaba coloreado de naranja, contrastaba con el azul marino del agua (valga la redundancia). Algunos turistas atravesaban como podían la avenida para capturar el momento. Con el cielo obscuro, descubrí que a sólo unos pasos estaba el Solfar Sun Voyager, una escultura que asemeja un barco vikingo, pero que es en realidad un barco de los sueños y una oda al sol.

Reikiavik, irónicamente, es una ciudad fresca. A pesar del frío, las calles están repletas de gente curiosa, los bares abren hasta tarde y los museos parecen no descansar. Un día y cinco visitas bastaron para conquistarme: el Saga Museum explica cómo se desarrollaron vikingos y celtas en la isla; una caminata entre patos y cisnes sobre el inmenso estanque congelado permite sentir el corazón de la ciudad; un chapuzón que más bien se tornó en siesta en una de las albercas públicas; una visita al museo subterráneo Reykjavik 871 +/- 2 The Settlement Exhibition para tratar de entender quién pensó que, lejos de toda lógica, sería buena idea establecerse en uno de los lugares más fríos y recónditos del planeta; y finalmente, la esperada parada en los recomendados hot dogs callejeros: cuatro con todo fue el saldo.

Pero la ciudad, aunque es muy linda, es el menor de los atractivos. La magia está en la naturaleza. La primera expedición me llevó a Snæfellsnes, en el poniente de la isla. La península, según los locales, es una pequeña muestra de todo lo que se puede encontrar en Islandia, pero de pequeña no tiene nada, todo es gigantesco. Tras varias horas de carretera y algunas paradas para admirar a los curiosos caballos islandeses, encontré cerca de Olafsvík un fenómeno cautivador: montañas cubiertas de nieve al pie de una playa negra. En la península está el Parque Nacional Snaefellsjokull, único en Islandia que se extiende hasta el mar, y ahí está, además del glaciar, Londrangar, una formación de restos volcánicos que se ha ido erosionando con el mar. Las piedras parecen de otro planeta. A lo largo de la isla hay una serie de pueblos pintorescos como Hellnar o Arnarstapi, que apenas tienen habitantes, pero funcionan muy bien como base para los exploradores. Los locales se precian de cocinar el cordero como nadie: prácticamente cualquier platillo que lo incluya los llena de orgullo, así que más tarde habría una parada obligada en un restaurante local, Hraun; el cordero en mousse de hongos y mostaza no duró mucho tiempo en el plato, ¡exquisito! El sentido del gusto fue el primero en darse rienda suelta. Siguió un merecido descanso en el hotel Eyja Guldsmeden, cerca del centro pero lejos del ruido citadino; los cuartos tienen un toque rústico, perfecto para relajarse.

Colores. Muchos colores. Y paciencia, mucha paciencia. La curiosidad que me llevó hasta allá aún no estaba saciada. Una nueva expedición en el sur. Max, nuestro guía de Icelandic Mountain Guides, nos advirtió que durante los tres días de recorrido, encontraríamos que en Islandia el denominador común es el frío, y mientras más intenso, mejor; lo que no dijo es que el otro denominador común es que todos los lugares tienen nombres impronunciables, eso sí, poco a poco aprendí –o al menos eso creo– que todo aquello que terminara en foss sería una cascada. Con apenas unos minutos en la camioneta, la primera pregunta fue si habría posibilidad de ver auroras boreales, él se limitó a responder que había posibilidad, pero debíamos ser pacientes y esperar que el cielo estuviera despejado.

Recorrimos decenas de kilómetros donde cruzamos interminables campos de lava petrificada, y la escena apenas se interrumpe a lo lejos con gigantescas montañas, glaciares o el horizonte. Pareciera que a simple vista no hay nada más; algunos creen que debajo de algunas rocas hay elfos viviendo, y la creencia es tan fuerte que la construcción de carreteras está directamente relacionada con no molestarlos, en serio. La primera parada fue en el Parque Nacional de Thingvellir, lugar emblemático para la historia de Islandia. Ahí, en un cañón kilométrico formado entre dos placas tectónicas, se fundó en el año 930 uno de los parlamentos más antiguos del mundo. Los turistas recorren de principio a fin el cañón para descubrir cómo se entrelazan las dos placas.

Después nos dirigimos al geiser Strokkur. Tiene la capacidad de espantar a los incautos que no esperan su erupción. La magia del lugar no está en los colores, sino en el contraste de la fría ventisca y el agua hirviente que brota del suelo. El espectáculo natural se repite intermitentemente cada 8 minutos y el agua alcanza hasta 30 metros de altura, suficiente para mojar a los turistas curiosos. El olor es especial: no molesta, pero sí es fuerte. No muy lejos está la estruendosa y deforme catarata de Gullfoss, que en un acto hipnótico, obliga a dejar la cámara de lado para sólo disfrutar la escena. El oído se regocijaba. El cielo no estaba despejado, pero poco importaban las auroras boreales ante la imponente fuerza del agua. El largo camino entre carreteras sobre lava petrificada nos llevó después a Seljalandsfoss (sí, impronunciable). Basta asomarse por la ventana para quedar boquiabierto; pero la pequeña cueva interna atrae para admirarla desde las entrañas, para sentir el agua fresca. Y el cielo parecía empezar a sonreírnos.

Más kilómetros en la carretera hasta un hotel que parece estar perdido entre montañas. La noche cayó y el cielo estaba despejado. Había que monitorear constantemente en búsqueda de algún destello fluorescente. Paciencia. Entrada la media noche algunos turistas abandonaron la misión, parecía que no sucedería nada; poco a poco se rindieron. Paciencia. De pronto, un resplandor verde iluminó el cielo sobre las montañas que rodeaban el hotel. No tenía forma, no tenía principio ni fin. Un lujo de la naturaleza y la fortuna. Auroras boreales colorearon la noche y dejaron que la imaginación volara. El frío pasó a segundo plano. Islandia es color.

Un nuevo día y nuevas sorpresas. Jokulsarlon, es una laguna glaciar donde el blanco encuentra un sinfín de matices. Icebergs de todos los tamaños y formas posan en el agua; una que otra foca se da el lujo de tomar el sol –o al menos eso cree– y algunos valientes desafían la escena y se atreven a darse un chapuzón en el agua helada. Es otro planeta. Nada se mueve y sin embargo es difícil dejar de admirar. A unos metros está otra playa de arena negra, ahí algunos icebergs (provenientes de la laguna) flotan en el mar, y otros reposan en la orilla resistiendo el fuerte oleaje del océano Atlántico. La paleta de colores parece limitada pero los tonos son intensos. El juego de texturas entre la arena, el hielo, el agua y las rocas deleitaron al tacto.

En Islandia, transportarse de un lugar a otro parece detener el tiempo, ya sea por las largas distancias o porque el camino es sinuoso. Un monster jeep nos llevó hasta las cuevas de hielo a través de profundas capas de hielo, hoyos, y charcos gigantescos. Al volante iba Gudny, una islandesa que vive en una casa a la mitad del camino, en medio de la nada, y que a su vez, para ella es todo. Es la experta que nos guío al fondo de la cueva donde el azul toma infinitos tonos, algunos obscuros y otros resplandecientes. Hay turistas buscan la foto perfecta, otros se divierten jugando con el hielo; algunos –imaginativos– encuentran formas donde parece no haber nada. Es otro planeta. La cueva te atrapa. Los ojos finalmente saciaron su curiosidad.

Otra noche en el remoto hotel para descansar, para procesar el juego de colores y texturas, para calentarse un poco. Max seguía pronunciando palabras irrepetibles y nos llevaba de un lado al otro. Finalmente llegamos a la famosa playa Vik donde la arena es negra, hay rocas en formas de columnas y un par formaciones basálticas deformes en el agua. En Islandia prácticamente cada lugar tiene una historia mágica de trolls, elfos o monstruos. En Vik hay dos: la primera relata que un par de trolls nocturnos gigantescos trataban de rescatar un barco pero el amanecer los petrificó; la otra, que precisamente en la cueva que está debajo de los pilares, un monstruo vivió por mucho tiempo hasta quedar atrapado con el oleaje en marea alta y después, morir. En cualquier caso, el lugar parece imposible, de otro planeta.

Tras una breve pausa para comer, nos dirigimos entonces al glaciar Sólheimajökull (sí, nuevamente impronunciable). Hasta ese momento las escenas naturales no habían requerido prácticamente ningún esfuerzo que no fuera resistirse a temblar del frío. Max nos dio equipo y comenzamos a caminar cuesta arriba hasta el tope del glaciar. El panorama se torna azul, blanco y negro, se conjugan el hielo y los restos de lava en una gigantesca montaña desde donde se puede ver el mar. Pocas oportunidades para encontrar un glaciar y el océano tan cerca. Otros más aventureros escalaron el glaciar.

La última parte de la expedición fue en Skógafoss, una cascada que te hace sentir miniatura. Es impresionante, ya sea vista desde arriba o abajo; la caída del agua es de 60 metros.

Islandia parece de otro planeta. Islandia es un lugar muy particular con formaciones, texturas y colores atípicos. En la remota isla el espectáculo se siente a través de los sentidos, a pesar del frío, la naturaleza te abraza. Una semana de viaje y cientos de kilómetros recorridos nos bastaron para entender quién pensó, lejos de toda lógica, que sería buena idea asentarse ahí; pero sin lugar a dudas valió la pena. Islandia es muy particular: intensidad, sonidos, colores y frío, mucho frío. Islandia hace tiritar.

Datos:

  • Volar a Islandia ahora es muy sencillo, Icelandair tiene vuelos desde Europa y Estados Unidos todo el año. co.uk
  • Icelandic Mountain Guides tienen diferentes tours y viajes durante todo el año. is | [email protected] | +354 587 9999
  • Hotel Eyja Guldsmeden. is | [email protected] | +354 519 7300

National Geographic Traveler Latinamerica - Iceland June 2017