Travesías – Chiapas desde la raíz

IMPRESO

Fue casualidad. En el buscador, cuando escribes “Tonalá” lo primero que arroja es la ciudad en Jalisco, así que todo fue inesperado. Me contaron de un lugar único: una playa escondida detrás de un manglar, en Tonalá, ¡Chiapas! –por su origen náhuatl es difícil determinar su temporalidad en comparación con el famoso de Jalisco–; también me dijeron de unas cabañas comunitarias, en la playa. ¡En Chiapas! Sonó espectacular.

Visualmente es muy impactante, sobre todo si viajas desde la ciudad. Chiapas puede ser muchas cosas, pero es verde, donde quiera que se mire es verde, lleno de vida. Todos los tonos de verde. Muchos pájaros y mucha agua. La pandemia nos hizo reaccionar y ahora buscamos más naturaleza, más verde. Y con todo respeto, nos vemos afuera.

San Cristóbal de Las Casas sirvió como base del viaje, luego de un vuelo a Tuxtla Gutiérrez, capital del estado, y un viaje de poco más de una hora en autobús. Ahí los tamales se comen en bola, de pensarlo empiezo a salivar, pero esos tamales de bola son cosa aparte. Los probé una mañana fría, en una esquina del centro de la ciudad: un chile Simojovel y carne de cerdo, salsa roja; no ovalados, en bola. Absolutamente deliciosos. Esperaba una combi de transporte público, va de pueblo en pueblo, y es el vehículo más común; en cada ciudad hay una base tienen diferentes horarios de salida. También se puede llegar en transporte particular por la carretera 307 hacia Nueva Jerusalén.

La clave para mí está en dejarme sorprender y eludir los tours multitudinarios.

De bola en bola se fue un rato, no sé cuánto tiempo, no sé cuántos tamales, pero ya estábamos en la carretera a mitad de la selva Lacandona; el camino tenía algunos baches y muchas curvas. A la combi se subía y bajaba gente en algunas paradas a lo largo del camino, algunos lugareños, muy pocos fuereños, extranjeros y mexicanos. El destino era Las Nubes, una cascada imponente, decían. Sabíamos que estaba retirado, así que más valía ponerse cómodo. Viajé junto a un par de en una jaula, una señora llevaba una bolsa de mercado repleta de verduras y un par de gallinas; eso que para algunos es habitual para otros llama la atención, y, sin embargo, funcionó. Lejos de las comodidades que podrían suponer los tours locales, aquella combi me permitió conocer gente local y platicar con ellos, sentir cómo vive la gente que no está cerca del turismo. Un señor habló de buscar oportunidades laborales en la ciudad por la precariedad de las ganancias en el campo, con otro intercambié bromas acerca del Necaxa y las Chivas, y una niña sonrió tímidamente y se escondió en el reboso de su mamá; a ratos muchos se rendían ante el sueño.

El sonido es lo primero que capta la atención cuando llegas. Tal vez faltan algunos metros para estar frente a las cascadas, pero se escuchaba agua rauda y veloz, mucha agua, crujiendo fuerte y claro. Las Nubes son una serie de cascadas, una de las más impresionantes es en un hueco entre dos caídas filosas formando una especie de V; levanta brisa y de ahí el nombre de las cascadas, pero tiene otras caídas que también llevan ímpetu, que forman arcoíris. A lo largo del sendero se llega a las rocas y el agua helada, é fresca, deliciosa. Hay un punto, con el agua en los pies –basta con sentirla helada en los pies para allanar el calor–, desde donde se puede mirar una caída feroz a través de un túnel natural. Después, el otro sendero, el que lleva al mirador, entre plantas, rocas y flores como begonias, orquídeas, flor de mayo; la selva se mantiene verde todo el año, un agasajo cuesta arriba. Y la vista me dejó babeando: una serie de  que el agua del río Santo Domingo golpea clamorosamente; albercas color turquesa que emanan brisa, que parecen nubes. Lejos de otros turistas, en silencio y con mucha atención, se pueden encontrar alguna rana o iguana verde. Ahí sí, la naturaleza despliega todo su poder, y yo con todo respeto. Bien vale la pena echarle un ojo al centro ecoturístico Causas Verdes Las Nubes si buscas hospedaje en la zona, es rústico, pero se ve cómodo.

Las Nubes es un trayecto de 4 kilómetros con varias caídas en el que se realiza rafting nivel 1 y 2.

El viaje de regreso se trató de correr intentando tomar la última combi a San Cristóbal de Las Casas, y sí la alcanzamos, pero se averió, así que hubo que esperar otra que viniera por los que aún quedábamos ahí. Cuando esas cosas suceden resta ser paciente y entonces la cabeza de vueltas, alrededor todo lo que hay es : árboles como caoba, ceiba y cedro, diferentes tonos, algunos muy frescos, tal vez porque le pegaban algunos rayos de sol de vez en cuando . Qué mejor lugar para esperar que en la selva y no es sarcasmo. Paradójico es que hablemos todo el tiempo de tener conexión y es precisamente cuando se pierde, que conectas con el entorno. Aire puro.

Ya en San Cristóbal de Las Casas, entonces es tiempo de cenar, qué si no es explorar o comer-explorando. Tierra y Cielo es un restaurante de cocina tradicional chiapaneca, la chef Marta Zepeda, hizo de su cocina un santuario de las recetas regionales y les dio un giro con nuevas técnicas exaltando ingredientes locales. El chile Simojovel, la flor de chipilín y el fresco queso Chiapas son la triada estrella de su sazón: tamales, enchiladas, quesadillas, chilaquiles; hay especialidades en el menú de degustación como el mole coleto: es dulce, pues se prepara con pan de yema regional coleto (original de San Cristóbal de Las Casas), chocolate y plátano del Soconusco, con pinta de rechupete. Después un ron de cacao.

Es ingenioso cómo en las recetas juegan con los maíces, incluso con sus colores en las tortillas. Destaca el maíz tuxpeño y la chef Marta Zepeda usa el criollo o nativo blanco, amarillo y azul. Mi elección fueron los tamales de chipilín, un agasajo. Tan sencillos y tanto sabor. El chipilín y el chile de Simojovel son pieza fundamental en la dieta chiapaneca. El chile se come encurtido con limón o en salsas, en un tamal de bola con carne de cerdo hasta unos huevos fritos, incluso asado con una tortilla. El chipilín es un quelite típico de Centroamérica y se considera bueno para el insomnio.

Al otro día, muy temprano para ver los espejos de agua cristalina, otra exploración lejos del objetivo final que prometía escenas espectaculares. Las Lagunas de Montebello tienen un encanto especial, son oasis silenciosos de agua turquesa y mucha calma escondidos entre montañas de bosques de niebla. Una cosa llevó a la otra. Primero una laguna diferente, Cinco Lagos tiene un paso estrecho entre dos filos de la montaña hacia otra más pequeña. Era temprano así que había bruma, la calma era deliciosa, como si los árboles, pájaros y yo estuviéramos despertando al mismo tiempo. Fue irresistible con el agua tranquila, un paseo en una rústica balsa de troncos, solo gruesos troncos; lento para mantener el equilibrio y no terminar nadando, el agua está helada, y sin usar bloqueador, dijimos que afuera, con todo respeto. Y los colores, el agua y sus tonos turquesa, que entran en la misma categoría en la rigidez del diccionario y que, sin embargo, son coquetos, parecen despiertos en la tranquilidad.

Eso sí, en el mirador me detuve por mi primer café del día, chiapaneco, local.

Pocas cosas hipnotizan tanto como la vista de una laguna rodeada de árboles –pinos y encinos–, el cielo nublado, y café humeante. Ningún ruido, tal vez algún pájaro o el viento. Nada más. Es curioso que, aunque las lagunas estén conectadas entre sí tengan distintos colores tan contrastantes, algunas muy verdosas otras muy azul cielo. La llegada a cada laguna es diferente, a veces se necesita un vehículo entre una y otra; cada laguna tiene su esencia aquellos árboles reflejados en el agua transmiten armonía. Son bosques rebosantes con orquídeas y hongos, mariposas; bosques dignos de cualquier historia fantástica.

El regreso a San Cristóbal de Las Casas fue en la tarde, con tiempo suficiente para pasear por el centro, esquites y un pan dulce abrieron el apetito así que el camino nos llevó a Cocoliche, un restaurante con un desorden encantador, con luces de colores y mobiliario tan variado como su menú; eso sí, un curry amarillo hecho a base de semilla de mostaza con piña, cúrcuma, leche de coco, y cacahuates; tuve que pedir más arroz para terminar con todo el curry, simplemente delicioso. El restaurante ya se hizo fama por su comida, buena onda y música en vivo con artistas de diferentes lugares y ritmos; mucho jazz y muchos blues al compás de una copa (o varias) de vino.

El paseo nocturno de regreso al hotel fue tranquilo. Los faroles de la calle alumbran algunos empedrados vacíos, otros más cerca del Centro Histórico tenían paseantes y vendedores. El frío cala los huesos, es seco, pero el aire es fresco, limpio. Durante el día, en esos mismos espacios, un sinfín de artesanos venden sus coloridas creaciones, mis favoritos: todos los textiles, manteles hasta blusas y la cestería –arte de crear objetos y figuras con tejidos naturales como el bejuco, ixtle o palma–.

Al otro día, apenas al amanecer emprendimos el camino de nuevo, esta vez sin regreso, hacia la playa prometida, pero antes dos paradas: la de los tamales de bola en un puesto callejero del Centro Histórico y la parada de la combi que sale hacia Chiapa De Corzo; pintoresco Pueblo Mágico para conocer el lugar donde nació el marimbista Zeferino Nandayapa, compositor y arreglista que hizo de la marimba un instrumento con esa fogosidad tan particular. Capaz de tocar a Bach y sorprender a extraños en la Orquesta Filarmónica de Londres. Su marimba está tan viva como esas infinitas plantas verdes de la selva Lacandona.

En Chiapa de Corzo está la Casa Museo de la Marimba de la familia Nandayapa donde se puede observar un poco de la vida íntima del exponente de música tradicional chiapaneca más importante. Algunas fotografías y marimbas. La Plaza de Armas de Chiapa de Corzo es diferente a la generalidad de plazas coloniales, pues sobresale la monumental fuente construida con ladrillo rojo, única en Chiapas. La vista arquitectónica de una de las ciudades coloniales más antiguas de América Latina.

Más viaje, esta vez hacia Tonalá, Chiapas. Un autobús a Tonalá desde donde tomamos un taxi hacia El Madresal, aquel paraíso prometido de la playa escondida detrás del manglar. El camino fue largo o el cansancio así lo hizo parecer, fueron casi tres horas de traslado. Finalmente, la playa prometida. Navegamos entre los manglares en una lancha hasta dar con la arena… el sol se escondió minutos antes así que aún había suficiente luz para encontrar nuestra cabaña: muy sencilla con techo de palapa, par de camas, hamaca y un baño pequeño, son 17 en total.

Es un centro ecoturístico, la energía se corta en la noche y trabaja en la conservación de los humedales, además diversifican los senderos para evitar la erosión de suelo. El Madresal es una cooperativa local que se formó para crear un proyecto ecoturístico que permitiera la conservación natural de la zona y el desarrollo económico de la comunidad de pescadores que viven cerca de Tonalá. En el espacio, el restaurante palapa es el único comedor disponible pero los pescados y mariscos frescos, recién atrapados, son un festejo a la cocina local. La playa invita a no hacer nada, estar recostado a la orilla del mar, tomando el sol y relajándose.

Al día siguiente, a unos pasos de la cabaña, sentado en la arena con el ligero oleaje de fondo, recibí el amanecer que de a poco fue escondiendo el manto estelar. Con el sol se iba revelando la espectacular flora de los manglares –blanco, rojo, botoncillo y negro–, los cuantiosos verdes, amarillos y ocres de las plantas; las raíces sobresalen del agua, como queriendo atrapar las hojas. La playa es muy tranquila, estar detrás de los manglares permite que no haya absolutamente nada alrededor, nada de nada. La vista desde la lancha es aún más impresionante.

Fue casualidad encontrarme con una playa tan recóndita, tan cerca y tan lejos de la jungla. Y vaya casualidad. No sé si fue el lugar o la gente local, quienes atienden, pero aquella playa, lejos del cliché bohemio, tiene encanto. No hay señal telefónica. Sol, arena, manglares y mar. Tal vez una fogata a la luz de la luna o unos camarones al mojo de ajo. Y nada más.

Y nos vemos afuera, con todo respeto.

Ficha:

 

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